Un encuentro con la vida
Hace unos días me cruce a mi vida sentada en un bar, andaba tomando un whisky a sorbos, mientras cada tanto revolvía los hielos con sus finos dedos. Traía ojeras de color marrón, acercándose a un violáceo pálido, corte desalineado y un musculosa morley manchada, algo propio para su escenario. Estaba rodeada entre hombres que miraban atónitos y en silencio una lucha de boxeo, ella no corría la mirada de las rocas de su vaso, medio vacío, medio lleno. Cada tanto levantaba la mirada y estiraba los brazos, mientras soltaba un graznido que se parecía más a un grito que a un bostezo.
Viendo que el hecho de que me haya quedado observándola del otro lado de la ventana, como quién observa animales en el zoológico, no le preocupo en lo más mínimo, decidí tomar coraje y la enfrenté. Entré al bar y le pedí permiso para sentarme en la silla vacía, siempre vacía, que tenía en su mesa, a lo que respondió con un sutil ademan. Sin más, me reconoció de inmediato, como si me estuviera esperando, esperando hace ya mucho tiempo, sin sorpresa, sin expectativas y sin asombros.
Le exigí, colérico, que me responda porque nunca me buscó. Sólo respondió encogiéndose de hombros y levantando el labio inferior de la boca. Le pregunté porque bebía y me dijo que nunca le gustó mucho el agua. Le pregunte si jamás pensaba en mí, me respondió que de mí ya no se acordaba. En ese momento, no sé porqué, se me vino a la mente cuando era niño, cuando viajábamos juntos por planetas fantásticos, le dije si lo recordaba, insinúo que la estaba confundiendo con otra persona. Perturbado por sus respuestas, hasta me cuestioné si era esa mi vida y no la de otra persona, pero sí, definitivamente, su sonrisa de costado, su lunar en la mejilla izquierda, su parpado caído, era ella, seguro, pero algo envejecida, no tengo dudas.
Finalmente, le solicite un teléfono donde ubicarla, que me anoto en una servilleta, y un abrazo para despedirme, que me dio sin titubear. Pero mientras me abrazaba, me palmeo tres veces la espalda. En ese momento me terminé de asegurar que era ella, sólo ella sabe lo que me molestan las palmadas en los abrazos, sólo ella es capaz de expresarme semejante muestra de hipocresía, sabía muy bien lo mucho que me perturban. Mientras me alejaba hacia la puerta volví la mirada atrás, encontré sus ojos clavados en mí, con una sonrisa siniestra y socarrona.
Salí del bar algo asustado, revisé mi bolsillo en busca de un cigarrillo y encontré la servilleta con el teléfono y la inscripción con el nombre del bar decorado entre fileteados, nombre que nunca olvidaré, decía: El bodegón de Mefistófeles.
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