Una caminata de domingo
La mañana habla sombría y profunda con el rumor de los arboles, el viento algo frío refresca las mejillas, endurece mi nuca y seca mi boca. Es claro que el silencio es mío, el resto es para los demás. Ellos hablan, gastan sus palabras, algunos ríen, otros besan, otros optan por sentirse mal, los siento, me acompañan, pero a pesar de todo los olvido y encuentro cierto hastío en el tener que hacerlos callar, pero siempre los silencio, callan como un teatro divino donde yo debo presentar mi soliloquio para sólo conversar. Acompañado en soledad, las mismas sensaciones que me persiguen desde mi infancia. Mis pasos son algo rítmicos y algo torpes, como recién levantado después de un largo sueño. Me paro en esa esquina, la esquina del después de lo sido, miro para ambos lados he intento cruzar la calle, no siendo el auto el que me atropella sino la tormenta de sentimientos que mi corazón atesora como una caja de Pandora.
A veces pierdo lo suficiente, a veces me olvido demasiado, y hay veces en que el camino me lleva lo suficientemente lejos, lo suficiente como para mirar atrás y no querer volver jamás, entonces me recuesto y espero que el ángel me venga a llevar, me diga que hace mucho frío y que debo regresar, que la pena no vale la vida y que la alegría esta en esa otra esquina, detrás de las criptas y los féretros, ahí está la tumba que debo cavar. El ángel me abraza, me levanta y me lleva hasta donde debo estar. Su pelo es suave, brilla como el oro, su piel es lo más bello que alguna vez me quiso tocar, yo me dejo como quien no tiene más por que llorar.

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