De alguna manera el hombre sabe muy bien recrear el arte del dolor, evoca imágenes en su mente de forma tal que pueda lograr torturarse y consciente, o inconscientemente, logra hundir sus sentimientos en la más tormentosa agonía. Para los problemas con solución, para los problemas que no la tienen, el ser humano es artista de su propia condena, es el gran castigador y yugo para su propia felicidad.
Sin embargo hay algo que siempre enseña, el recuerdo, aunque el olvido es parte generativa del recuerdo, quien bien puede olvidar bien puede recordar para futuro. Vivir la fantasía del pasado se parece al castigo autodestructivo que recién nombramos. Es por eso que el recuerdo requiere de un nuevo sentido, el que no significa pasar recordando. El recuerdo enseña la capacidad de lo que uno puede hacer, disparando flechas hacia el futuro de su buena gracia. El azar tampoco es enemigo del recuerdo, sino más bien una suerte de recordatorio fundamental, el azar recuerda la desaparición del destino y la revivificación de la cadena de intenciones que es nuestra vida, no vivimos porque reconocemos nuestros actos como estatuas del pasado, sino porque recordamos la imágenes vividas de la alegría, única, de entre todas las pasiones humanas, tan fuertes como para combatir con la tristeza que agota las piernas y nos obliga a bajar los brazos.
El recuerdo es el amigo de la alegría, es el continente de la nitidez de nuestros sentimientos, es la forma más extranjera del sentirse, es escucharse como quien escucha al otro, esa imagen siempre desfigurada del sí mismo se delinea por medio del recuerdo, que es aquello que debe decirnos quienes somos, para donde vamos y para donde queremos ir.
Por esto, el recuerdo es lo más bello que se puede resguardar, nuestros tesoros. Es lo que nos incita al ahora, al punto inefable de la desaparición de todo pasado: recuerdo el aire, el viento, la tarde, el sol, y todo cobra la imagen de un acontecimiento perfecto, fílmico relato de mi propia vida. Y una vez más pone el acento en el más obvio de los hechos, esos acontecimientos son míos, es lo más propio que tengo, y exigen que los siga asumiendo, exigen que siga sabiendo y responsabilizándome por mí propia autoría. En definitiva, el recuerdo es el mejor presentador de mi propia fábula, la mejor de las fábulas, mi vida, la historia mejor contada, o al menos la que mejor sé contar.
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