Finalmente fuimos sedimentando nuestros pecados, fuimos enterrando el deseo allá lejos donde nadie lo pueda ver nunca más. Nuestras lágrimas dejaron su seco camino de sal por el rostro de la belleza, mientras que lo mejor que lográbamos era hacer desaparecer lo único que nos mantuvo vivos. Subidos a un gliptodonte de cera creímos poder conquistar el mundo, pero con el más mínimo rayo del sol, el gigante comenzó a derretirse, perdió toda su estructura, mientras que nosotros, jinetes de nuestra bestia, solamente atinamos a limpiarnos los residuos de nuestra piel, residuos de la más pura cera que el hombre pudo concebir jamás. La escena era conmovedora, estimulaba ríos de letras densas como para bendecir el paso a la muerte. Nuestro gliptodonte se achicaba, se derretía, y lloraba el desgarrado grito de auxilio. Ya sordos, nosotros apenas escuchábamos, ya mudos, ni siquiera hablábamos, ya fríos, ni nos tocábamos. Nuestra inmensa creación se disolvió en un enorme charco de cera, y nosotros no hicimos más que verlo desaparecer para siempre, parados, solos y olvidando la majestuosidad de nuestro una vez poderoso animal.
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